Mi bisabuelo Vicko Batoš vino a Argentina cuando corría el año 1932. Esta es una historia un tanto particular, ya que tuvo algo de suerte, ayuda Divina o destino. Él nació en un pequeño pueblo montañoso llamado Pitve, perteneciente a la isla de Hvar, un 30 de mayo de 1907. Tenía cuatro hermanos menores, dos mujeres que eran mellizas, con quienes mantuvo contacto a través de cartas y dos que siguieron su mismo rumbo, Argentina.
En la familia creemos que su decisión no fue nada fácil, siempre añoró su patria, tanto que se mantuvo en el silencio prácticamente toda su estadía. El año que él regresó, según los testimonios orales de mi abuela, recibieron en la familia una carta, avisando sobre la muerte de su padre. Sin dudarlo, su madre lo envió, así como estaba, con lo que llevaba puesto, hacia algún lugar de Sudamérica. No sabemos mucho de este regreso. No hay datos registrados en el Centro de estudios migratorios latinoamericanos ni nada de carácter legal. Lo poco que conocemos es por otra familia croata, con quien aparentemente se encontraron en el puerto de Buenos Aires.
Sin un peso y con lo poco que traía puesto, sin papeles, o sea ilegalmente, partió desde el puerto de Trieste, escondido en uno de los botes de salvataje. Alimentándose de las migajas que dejaba la gente, tratando de que no lo descubrieran. Finalmente lo había logrado, había llegado a la Aduana Argentina. Una larga fila lo aguardaba. Ya habían deportado a varios que venían de manera ilegal. Delante suyo se ubicaba una familia. Ingresar así era más fácil, ya que era uno de los principales objetivos que tenía el proceso migratorio que se estaba dando. Por esta razón, no les había costado mucho el ingreso al país. Estos se apellidaban Mimica. Aparentemente, cuando a él le preguntan por los papeles, el silencio fue lo que invadió el momento y nada pudo contestar. Y acá entra en la historia el padre de los Mimica, de quien no sabemos su nombre, tampoco sabemos si él alguna vez lo supo. Pero este hombre no solamente se quedó mirando, sino que accionó, lo tomó del brazo diciéndoles valientemente a los comisarios aduaneros que él venía con ellos, que era parte de su familia. Al salir de allí, entre la muchedumbre y la inmensidad que era el puerto aquel día, ambos tomaron rumbos distintos sin ni siquiera saludarse.
Al ingresar en el territorio argentino, Vicente consiguió trabajo en un pequeño pueblo llamado San Eduardo. Justamente, en esta región perteneciente al sur santafesino hay varias comunidades de inmigrantes croatas, por lo que le resultó bastante simple la adaptación. Su padre le había enseñado algunas labores del campo con las que podía defenderse y sustentarse.
Pasó el tiempo, y se fue adaptando a la vida rural Argentina. Poco a poco iba ahorrando algo de plata para poder traer a sus hermanos de allá, mientras seguía manteniendo contacto con sus dos hermanas, quienes mensualmente le escribían. Sin embargo, sin que él lo supiera, había un lazo que todavía no se había podido cerrar.
Un día, uno de esos como tantos otros, el patrón lo había mandado a alambrar el campo. Tendiendo los postes se encontró con un vecino de la zona que por esas casualidades era un compatriota. Hablando en su dialecto croata comenzaron a entenderse rápidamente y compartieron cada uno sus historias. Y el hombre, se mostraba de alto porte y montaba un caballo. En medio de la charla, comenzó a relatar su llegada a Argentina. Dijo que al entrar al país le había llamado la atención un chico alto pero muy delgado, que prácticamente no podía sostenerse en pie. Había visto cómo los comisarios lo habían empezado a increpar señalándole con el dedo constantemente. Entonces él lo había tomado del brazo diciéndoles a los aduaneros que ese niño venía con ellos. Y meditando dijo: “me hubiera gustado saber qué pasó con él”. Cuando el hombre montando el caballo bajó la mirada, vio a mi bisabuelo lleno de lágrimas. Y extendiéndole la mano a modo de saludo le dijo: “ese niño flaco era yo”. Rápidamente, no pudo resistirse y se bajó para darle un fuerte abrazo.
Vicente logró con el tiempo formar una familia, junto con otra descendiente croata, llamada Juana Tomisich. Ellos lograron criar cinco hijos. Y además de eso, él logró su objetivo de traer a sus dos hermanos. Uno de ellos fue a vivir a Firmat, de vez en cuando lo iba a visitar. El otro, llamado Grgr, había conseguido trabajo de cosechero de cebollas en Mendoza. Pero era muy duro el mismo, así como también la paga. Las horas bajo el sol hicieron que contrajera una enfermedad, de la cual no pudo curarse y finalmente murió. A pesar de la distancia de San Eduardo a Mendoza, como buen hermano mayor, lo había ido a cuidar. Había abonado todo su tratamiento. Al regresar, trajo también a su hermano para que tuviera digna sepultura en San Eduardo. Tal vez, para que estuvieran cerca. Los avatares de la vida fueron haciéndolo cada vez más duro. Pero las cosas al escribirlas y ponerlas en palabras dan lugar a una vida dedicada a su familia. Él hoy es recordado como un hombre que a pesar del silencio siempre tenía una sonrisa. Una persona amante del pescado, más si era del mar. Y una persona que tardaba mucho para comer. Seguramente sea mucho más que eso, seguramente su vida fue para la familia, para esa patria de la que se había alejado. Él era el nono Batos para todos, siempre alegre, siempre vivo y siempre atento. Por esta razón creo que la principal tradición croata que esta persona nos legó es la familia, que luchar por la familia vale, y que tal como dice la frase croata «krv nije voda» la sangre es más espesa, sin lugar a dudas, que el agua.
Matias Precht, bisnieto