CAGLEVIČ BAKOVIČ, Gregorio Lorenzo (Antofagasta, 1946) es marino, economista y escritor. Escribió el libro Nuestra compañía, la historia de la sal en Chile, que fue publicado en Santiago por Salinas de Punta de Lobos en 1988. El libro tuvo dos ediciones más en 1994 y 2003 (RIL editores).

Caglevic también escribió obras: Historia del Rotary Club de Providencia (Santiago: Editorial e Impr, Génova 2007), El Anecdotario Croata de Chile (Santiago: RIL editores, 2005 y 2011) e Historias en tres continentes (Santiago: RIL editores, 2011) .

 

EL HOMBRE DEL ANCLA

Quilpué, Chile, septiembre de 2004

 

Mi papá agonizaba en su habitación del hospital. Al lado de su cama, dos mujeres menudas, mi esposa y mi nuera, le entregaban su tierno cariño, de hija y nieta, más que políticas, como si fueran legítimas. Hacían lo posible para mantenerlo confortable y sereno. Mi hijo, Pancho, trataba de comunicarse con su abuelo, como podía, para infundirle ánimo en esa pelea que estaba perdiendo, a todas luces.

Mientras un sol primaveral nos prodigaba un día luminoso, que penetraba por los ventanales de la pieza, la Patty, su última enfermera de cabecera, nerviosa y ágil, procuraba distraernos con sus comentarios optimistas, mostrándonos las fotos de sus hijos o bien con sus comentarios meteorológicos.

Anita, su cuidadora por tantos años, se reportaba telefónicamente para que estuviéramos tranquilos; todo en la casa de mi papá estaba sin novedad y nos preguntaba, con preocupación, cómo iban las cosas.

Doña Pilar, la antigua y querida enfermera de la familia, coincidía con la opinión del doctor Segura. El galeno, profesional y humano, se manifestaba desconcertado de la fortaleza de mi padre en resistir el último asedio de la muerte.

Yo, a los pies de la cama, observaba sus ojos debilitados, ya sin fuerzas para mirar, al menos las cosas de este mundo. Múltiples y filiales recuerdos desfilaban por mi cabeza en ese momento. Lamentaba que su sordera, muy acentuada durante los últimos meses de su vida, impidiera, casi absolutamente, la comunicación que sobre variados e interesantes temas me permitió disfrutar durante su longeva existencia. Más que nada, sentía no haber alcanzado a entregarle mi último libro terminado y, así, haber podido discutir con él acerca de quién debiera tener el honor de poseer el título del Hombre del Ancla. Él, que había sido un sabio consejero durante su vida y mi entusiasta colaborador en esta obra, sobre anécdotas e historias de los emigrantes croatas, me dejaba todo el peso de esa decisión.

Pues bien, ya no había remedio. Lo que no se hizo, no se hizo, diría la sana lógica de algún aspirante a filósofo de pacotilla.

Sabía que mi papá, con el enorme respeto que dispensaba a todos y, con mayor razón, a los mayores, podría haber decidido que el Hombre del Ancla fuera Lukas.

Haber sido el primero en estas tierras australes, a fines del siglo XIX, ganándole la delantera a Gregorio, quien lo hizo casi veinte años después, podía haberle concedido ventaja a ese bisabuelo.

Ambos personajes tenían en común haber buscado consolidar una cierta posición económica, que permitiera a sus descendientes gozar una vida menos dura que la que ellos experimentaron. También, los dos, se sacrificaron, hasta el último día de sus existencias, por el bienestar de sus familias que quedaban en el viejo terruño natal, “tamo daleko”.

Coincidentemente, el mar, en su gran inmensidad acogió los últimos suspiros de estos hombres. ¿Será porque el océano, compasivo en ese momento final, quiso prestarles su puente, sin interrupciones, entre la patria vieja y la nueva? Soñemos que lo permitió así. Que sus últimos recuerdos llegaran impregnados en una ola, besando las playas de su amado Jadranski More, para despedirlos, de una sola vez, de sus compatriotas y de todos sus seres queridos.

No tuve la suerte de conocer a mi abuelo. Mucho menos a mi bisabuelo. Tampoco tenía, en forma personal, elementos objetivos de juicio acerca de ellos. Los conocía a través de mi padre pero él también estaba por partir. Sus relatos, siempre tan cariñosos, ponderados y justos, trataban de otorgarle a cada quien su mérito. Todo esto me impedía adivinar cuál habría sido su opinión, acerca de quién podría haber sido considerado el verdadero pionero, el fundador de nuestra familia en esta finis terrae.

Menudo problema de elección. Sólo me fue posible resolverlo pensando en el sonido inconfundible que las anclas hacen cuando sus hierros, penetrando el mar, se engarfian en la madre tierra o cuando su cadena las leva para llevarlas nuevamente a bordo, e iniciar otro viaje.

Estoy seguro de que mi elegido, como El Hombre del Ancla, nunca quiso levarla.

 

Primera Guerra Mundial,

Frente de batalla, noviembre de 1914

–Por ningún motivo se les vaya a ocurrir encender un fósforo. El más mínimo destello de luz, nos delataría de inmediato y el enemigo nos barre a cañonazos –advirtió el oficial a cargo del convoy–. ¡A partir de este momento, queda estrictamente prohibido fumar! ¡Convoy, en marcha!

Los treinta camiones se pusieron en movimiento casi al mismo tiempo. Formaban una hilera que se desplazaba cuesta abajo en la oscuridad, bajo una tenue luz de luna menguante. Los ojos de lince de veintisiete infantes que marchaban a pie, delante del convoy, eran los lazarillos encargados de advertir de cualquier peligro y guiar a los choferes en la ruta.

–¡Nos cagaron, compadre Gregorio! Si no podemos fumar ¿cómo engañaremos las tripas? –preguntaba un soldado a su compañero chofer de uno de los camiones que transportaban víveres y municiones al frente.

–Fácil, cumpa. ¡Rece! Así, si salimos de esta, podremos comer y fumar nuevamente y, si no, servirá para que nos reciban mejor allá arriba… supongo.

Los dos hombres, con sus caras casi pegadas al parabrisas, para evitar colisionar al vehículo delantero, comenzaron a mascullar el rosario. Sus ojos, a pesar del cansancio, estaban abiertos como claraboyas y todos los sentidos en alerta.

Desde la cuesta podía divisarse el resplandor esporádico de los cañoneos intermitentes en el frente, los que, afortunadamente, contribuían, al menos, a disimular el ruido de los motores. Desde la llanura, donde se encontraban las trincheras propias y del enemigo, había centinelas de ambos bandos apostados para vigilar la ruta de acceso. Unos, con su artillería apuntando al camino, los otros, con las suyas, apuntando a los nidos de cañones del ejército enemigo.

–Creo que en un rosario más estaremos abajo –señaló Gregorio a su compañero cuando faltaban solo un par de curvas para llegar al llano, donde la visibilidad de los artilleros enemigos disminuía ostensiblemente y, por lo tanto, la misión del batallón de transporte podía considerarse casi posible de ser concluida con éxito.

Alrededor de las tres de la madrugada, los camiones finalmente pudieron bajar la cuesta, sin ser descubiertos. A poca distancia de las trincheras detuvieron su marcha. Los soldados descendieron de los vehículos formando una gran cadena humana, para comenzar la descarga de pertrechos. A pesar del frío, los hombres, con la adrenalina al tope, no sentían ni la temperatura ni el hambre. Habían llegado hasta ahí vivos. Eso era lo único que importaba por el momento. Descargar y sacar los camiones lo más pronto posible del área de peligro era la tarea más urgente.

–¡Gracias, amigo! Ya nos hacían mucha falta los pertrechos   –manifestó el oficial jefe de la trinchera a su par de la columna de transporte, una vez que terminó la faena de reabastecimiento–. Que tus camiones esperen solo diez minutos más. En ese momento daré la orden de fuego con tutti, para entretener a estos carajos. Mantendré el fuego durante media hora, suficiente para que tu convoy se ponga a buen recaudo y tus hombres y los camiones puedan servir a la patria, al menos para una próxima oportunidad –agregó, tratando de restar dramatismo a la peligrosa situación.

Los oficiales se dieron un apurado abrazo y los soldados del batallón de transporte estuvieron, en un santiamén, arriba de los camiones. Tan pronto se escuchó el primer cañonazo, el convoy tomó raudo la ruta convenida de evacuación. Eran casi las cinco de la mañana.

La luz llegó un par de horas después y, con ella, la esperanza de seguir viviendo otro día.

 

 

–¡Poner atención el regimiento! En la pizarra de la sala de clases del tercer año de esta escuela, están escritos los nombres de los soldados de la conscripción que pueden hacer uso de licencia por un mes, para que puedan visitar a sus familias. Felicito a los afortunados y les deseo unas felices navidades. ¡Pueden romper filas!

Los soldados corrieron en tropel hacia la sala de la escuela, base temporal del batallón de transporte.

Gregorio casi no respiraba de nervios, tratando de ver si su nombre aparecía en el listado. Finalmente pudo leer, Caglevic Simunic, Grgo. Dio un salto de alegría e inmediatamente comenzó a buscar entre los afortunados si habían otros Bracciani, para iniciar juntos el anhelado viaje a su hogar donde lo esperaba su joven esposa, Paulina, junto a Katja, la mayorcita de seis años, Lovre, su primogénito de solo cuatro y Ante, de dos.

 

El barquito se acercaba al puerto de Supetar, procedente del cercano Split. Una cantidad de personas, en su mayoría mujeres y ancianos, se acercaban a esperarlo. Era el único medio por donde llegaban las noticias, buenas y malas. Las malas llegaban por la correspondencia del gobierno con el pésame por escrito para la viuda o la familia del soldado. Las buenas llegaban en vivo y en directo, junto con el soldado licenciado para visitar sus hogares.

Esa mañana, Paulina, junto a sus pequeños, acudió al muelle como lo hacía siempre, con el alma en un hilo. Su joven esposo sabía de la angustia que causaba la llegada, en esos tiempos de guerra, del pequeño navío. De modo que, tan pronto estuvo a distancia para hacerse oír, comenzó a gritar y agitar su gorro de uniforme.

–¡Paulina! ¡Paulina!, ¡Ljuba, Moja! –saltaba sobre la cubierta, loco de alegría, hasta que su mujer lo descubrió.

Su esposa no dejaba de hacerle señas. Lo mismo hacía la pequeña Katja y Lovre. Al pequeño Ante, su madre lo sostenía en brazos, haciéndole mover su manito para que también saludara a su papá.

Tan pronto se puso la escalera para desembarcar, Gregorio saltó a tierra y dejando en el suelo su bolsa de lona corrió a abrazar a Paulina y fundirse en un beso que hablaba por lo que, a su garganta le negaba la emoción. Todavía con sus ojos humedecidos, abrazó a sus pequeños hijos y la familia Caglevic–Brkljaca se dirigió en pleno a casa, a solo un par de cuadras del muelle y casi al lado de la vieja iglesia del pueblo.

Atrás, en el desembarcadero, continuaban las escenas de alegría de otros tantos Bracciani, compañeros del ejército, naturales de Supetar u otros pueblos de la isla, que también disfrutaban de sus licencias navideñas. Otras personas volvían a casa, sin nada, pero al menos con la esperanza de que sus familiares soldados podrían llegar pronto. Sin embargo, las mujeres llorando con una carta en sus manos era algo que amargaba el alma de tristeza.

En esa ocasión, la pequeña ración de polenta, único alimento posible en esos días del primer conflicto mundial, estuvo más rica y el poco vino hecho en casa fue una delicia a los paladares del matrimonio que volvía a reencontrarse, para amarse y hacer planes de futuro.

–¿Cuándo se terminará todo esto? –preguntaba angustiada la joven mujer a su marido, mientras jugaban con sus hijos en uno de los pequeños campitos que la familia tenía junto al mar, cultivados con frondosos olivos.

–Sólo Dios lo sabe, Paulinita. Pero, si todo sale bien, apenas termine la guerra nos iremos a América para, junto a nuestros hijos, poder construir en paz un mejor futuro para todos.

–¿Estás hablando en serio?

–Nunca lo había pensado mejor. He tenido mucho tiempo en las noches de vigilia en el frente, lejos de la casa, cuando no se sabe qué pasará contigo el día siguiente.

Paulina abrazó a Gregorio, llena de felicidad, por la determinación del jefe del hogar.

–¿Me lo prometes, mi vida?

–Te lo prometo. Ahora, no se cómo lo haré, pero que nos iremos, lo tengo decidido y sé que Dios me ayudará a conseguirlo.

Pronto llegó el día de Navidad. Lo celebraron en la iglesia, junto a las familias de los otros soldados con licencia, agradeciendo el privilegio de continuar vivos. Quizás un dulce, si es que lo hubo, fue la única diferencia en la aborrecida merienda de guerra de todos los días. Gregorio aprovechó de hacer con algunas maderitas de los árboles rústicos juguetes para dejarles a sus hijos el día de Reyes, fecha en la que ya debía retornar a su batallón.

Llegó el momento de volver al frente. Los esposos se despidieron tristes, pero con la esperanza que la guerra terminara pronto. No sucedió así, sino que la conflagración se prolongó por cuatro años más. En el intertanto, entre una y otra licencia militar, nació Ivo, el hijo menor, con su padre ausente.

 

Isla de Brac, Yugoeslavia, año de 1918

Afortunadamente no hay mal eterno. Después de más de cuatro años y de nueve millones de muertos, terminó la primera guerra mundial. La Gran Guerra, la llamaron algunos, quizás para destacar su grandiosidad en muertes y destrucción dejadas por el conflicto.

Por fin llegó la anhelada paz en el año 1918, y Gregorio pudo, definitivamente, regresar a su Supetar natal y a su amada familia.

Todos los que pudieron regresar a casa lo hicieron. Esos hombres, sedientos de paz, trataron de impulsar sus antiguos trabajos con mayores bríos, como queriendo recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, Gregorio no varió un ápice la promesa hecha a su esposa y a su familia y, con todos los recursos que pudo reunir, logró embarcarse, aunque solo y un año más tarde, hacia la soñada América.

Había convenido con su mujer que la familia iría abandonando la vieja patria, uno a uno, para reunirse todos de nuevo y para siempre. Primero lo haría su primogénito, Lovre y después, en orden de edad, sus otros hermanos hombres. Katija, la única hija, se iría en el último viaje junto a su madre.

La gran incógnita era el cuándo sucederían estos viajes, que el jefe del hogar tenía en su mente. Paulina se lo preguntó, y él le dijo con profundo convencimiento:

–Sólo Dios lo sabe, mi amor, pero por lo que de mí depende, será cuanto antes. Sólo te puedo prometer que lucharé con todas mis fuerzas –besó en la frente a todos sus hijos, luego abrazó a su esposa entre lágrimas–. ¡Quiéreme por siempre! –alcanzó a decirle, porque el grito de los marineros que ya retiraban el portalón urgió su abordaje.

Paulina y sus hijos quedaron en tierra, llorando y despidiendo con sus pañuelitos blancos al jefe de la familia. Sin embargo, era una despedida muchísimo menos triste que cuando él regresaba al frente de guerra. Ahora era una despedida, si bien incierta por el reencuentro, llena de esperanza. Sería el nuevo porvenir de toda la familia. Esa fue la idea con que Paulina consoló siempre a los hijos y se consoló a sí misma.

 

Antofagasta, Chile, febrero de 1919

Gregorio sólo sabía de oídas acerca de Chile y, por otro lado, existía en la familia la triste experiencia del padre de Paulina, quien había intentado la aventura del oro en las cercanías de Punta Arenas con trágico final. Sin embargo, nada de eso lo amilanó. Sabía que venirse a Chile o a cualquier país de América no era tarea para pusilánimes.

Así entonces, después de casi dos meses de navegación, con todas las vicisitudes que significaba un viaje por mar en esa época, llegó por fin a Antofagasta.

Eligió ese destino porque algo ya se hablaba de que esa región minera tendría un gran desarrollo y trabajo. Por otro lado, el clima, lo único gratis que tendría, le sentaba mejor que el frío del otro extremo de la emigración yugoeslava en el país, Punta Arenas, tan distinto al agradable clima del Adriático.

Sus comienzos no fueron distintos a otros tantos emigrantes. Trabajar, trabajar y trabajar era la consigna. De ese modo, tratando de ganarle las horas al día y muchas veces a la noche, pudo juntar el dinero suficiente para que el primogénito, Lovre, fuera el primero de sus hijos en viajar a Chile.

Lovre llegó a Chile cuando aún no cumplía los diez años, a mediados de 1920. De ese momento, pasó a llamarse Lorenzo. Sus dos apellidos, difíciles de escribir y pronunciar para los chilenos ya eran suficiente. Al menos, tenía que tener un nombre más fácil que, por lo demás, era la traducción fidedigna del mismo santo. La nave, trayendo al pequeño pasajero, arribó al puerto después de almuerzo y Gregorio lo recibió emocionado y feliz.

–¡Cuéntame todo! ¿Cómo está la mamá? ¿Tus hermanos? –urgía su padre al pequeño mientras lo abrazaba.

Lorenzo que, por supuesto, respondía las inquietudes de su padre en las palabras propias de un niño de diez años, miraba al mismo tiempo a todos lados explorando con curiosidad su nuevo entorno. Quizás no entendía el nerviosismo y apresuramiento de su padre para saberlo todo tan rápido. Sólo lo entendió al día siguiente cuando, primero que el resto de los alumnos, llegó de su mano al colegio. No había tiempo que perder. Su padre quería tener pronto un hijo preparado para que lo ayudara en sus planes.

–Adiós hijo, solo quiero que la vida te resulte mucho más fácil que lo que ha sido para mí y la educación es el único camino –y dándole un beso en la frente lo dejó en manos de la profesora.

–No se preocupe, don Gregorio, que yo me hago cargo de este gringuito–respondió ella, amorosa, tomando al pequeño de sus hombros y encaminándolo a su pupitre en la sala de clases.

–Dovidenja, Lovre –le repitió su padre, antes de retirarse–. Te vendré a buscar a la hora de almuerzo para mostrarte el camino de regreso a casa, así mañana te podrás venir solo. Yo voy a tener mucho trabajo y tú, mucho estudio –y se alejó satisfecho.

La profesora del curso presentó al nuevo alumno, quien no sabía decir siquiera buenos días en castellano. El niño era virtualmente un sordo, con la diferencia que escuchaba, pero que igual no entendía un ápice. Quizás esa terrible condición fue el mejor acicate que tuvo para apurar la marcha. Fue una inmersión forzada, pero que muy pronto dio sus frutos. Lorenzo aprendió el idioma con extraordinaria facilidad y se convirtió, a partir del año siguiente, en el mejor alumno, el mejor deportista y lo que a él le gustaba más, en el mejor compañero.

Gregorio veía orgulloso cómo su hijo se estaba educando y, a su vez, de qué manera trataba de ayudarlo en lo que podía en su negocio de abarrotes, que ya comenzaba a prosperar. Sin embargo, tenía claro que su hijo debía completar sus estudios y esa era la prioridad, sin discusión.

Siguiendo con sus planes, tal vez sin la celeridad que él quería imprimirle, siete años después llegó Ante. Desde ese momento, Antonio, por las mismas razones ya relatadas en el caso de su hermano mayor. Tenía quince años y una estatura mucho mayor que los niños de su edad. Su padre lo sometió al mismo plan de inmersión que a su primogénito, con buenos resultados; sin embargo, el acento de su idioma vernáculo nunca lo pudo borrar del todo. La diferencia de haber llegado a los quince años, lingüísticamente hablando, tuvo su efecto adverso.

Años después llegó Ivo, que pasó a llamarse Iván en la nueva patria. Su padre también le dio la misma dosis que a sus hermanos. Todos debían preparase lo mejor que pudieran.

La situación en el hogar de Brac era ya de un gran optimismo. La mayoría de la familia ya se encontraba en Chile. Solo quedaban allá las mujeres de la familia, Katija y Paulina. Las dos recibían bastante seguido largas cartas de su familia en Chile. Sabían que ellas serían las siguientes pasajeras hacia América.

–Nos turnaremos cada mes para mandarle una carta a la mamá. Así podremos contarle alguna novedad, y sabrá que todos nosotros estamos bien –eran las instrucciones de Gregorio a sus hijos, para que la llama del recuerdo no menguara jamás.

En el otro lado del mundo, madre e hija hacían recuerdos a diario de la familia lejana, pero que ya la comenzaban a percibir más cerca.

–Mamá, me imagino qué grandes deben estar mis hermanos.

–Yo creo lo mismo, Katija, y rezo todos los días por volvernos a juntar con tu padre y todos ellos.

En Antofagasta las cosas comenzaron a mejorar en los negocios y, producto del influjo que proyectaba la naciente actividad cuprera en Chuquicamata, Gregorio decidió, junto a dos de sus hermanos, los que también habían seguido sus pasos viniéndose a Antofagasta, formar una sociedad para poder abastecer de víveres a los trabajadores del mineral. Así lo hicieron y, juntando sus fuerzas, comenzaron en sociedad sus actividades en Chuqui, como se le denominaba en diminutivo a ese campamento minero.

Sin embargo, la economía mundial se vio fuertemente remecida por la histórica crisis de los años 30 y el resto de la familia de Gregorio en Europa, que seguía esperando ansiosa el momento del zarpe, hubo de esperar por algunos años más.

Pero como la vida no se detenía, y el amor no puede esperar para siempre, se comenzaron a producir los primeros matrimonios de los hijos, allá y acá.

–“Mi querido Gregorio –comenzaba la carta de su esposa–: tengo que contarte que tu regalona, Katija, me ha pedido tu bendición para comprometerse en matrimonio con un muchacho de Preko, llamado Mateo Loncar. Es un hombre muy bueno. Conocí a su encantadora familia, la que me invitó a pasar unos días a esa linda islita ubicada justo al frente de Zadar. Mateo es marino y tiene un pequeño buquecito de cabotaje entre las islas, un negocio bastante próspero por lo visto. Pero lo importante es que es un buen muchacho y que quiere mucho a la Katija. Cuentan con mi bendición y confío que también contarán con la tuya.

Espero tu pronta respuesta ya que Katija no me deja vivir apresurando su compromiso y tengo una invitación pendiente a la familia Loncar, para que ellos vengan ahora a conocer nuestro hermoso Supetar. Katija cuenta con tu bendición. Espero, mi amor, que no defraudes a tu regalona”.

Gregorio no tardó en contestar la carta, otorgando su paternal autorización y entregándole noticias desde el otro continente.

“Mi querida Paulina –fue la contestación a su esposa–: No he podido dormir estos días con el notición que me has dado sobre el compromiso de nuestra querida Katija. Me siento feliz por ella, pero al mismo tiempo, muy desafortunado por no haber podido tener los recursos a tiempo para que ustedes dos hubieran estado, hace mucho rato, junto a mí. Ojalá este joven, Mateo Loncar, quisiera unirse a ustedes llegado el momento de la partida hacia Chile. Mi anhelo es que mis nietos crezcan en esta tierra pacífica y próspera.

Por otro lado, aprovecho la ocasión para contarte que, Lorenzo, conoció a una joven de Antofagasta, llamada Ambrosía Bakovic y, cuando supo lo de Katija, me pidió que te escribiera por lo mismo.

Por lo visto, es un intercambio de bendiciones”.

Poco tiempo después, en septiembre del año 1932, se casó Katija y su padre sólo pudo conocer al yerno por las fotos del matrimonio. Por su parte, el primogénito, Lorenzo, contrajo matrimonio el año 1935 con Ambrosía, chilena, pero hija también de yugoeslavos avecindados en Antofagasta. En este caso, fue Paulina la que hubo de conformarse con las fotografías que su esposo le envío del matrimonio de su hijo en la catedral de esa ciudad y de la respectiva fiesta en la entonces llamada Sociedad Yugoeslava.

 

Supetar, Yugoeslavia, año de 1938

Como no hay plazo que no se cumpla, a mediados de 1938 llegó la feliz noticia para Paulina y su hija.

–“Paulina, mi único amor. Ha llegado el momento de preparar tu ansiado viaje. Te enviaré el pasaje y el dinero para que puedas venir a reunirte conmigo y con tus hijos –decía la cariñosa misiva–. Dios me ha acompañado para ir dando los pasos necesarios y, así traeré, a esta tierra generosa de Chile, todos mis seres más queridos. Espero que Katija y su esposo puedan unirse a ti en este viaje.

Te ruego ir viendo la venta de las cosas que puedas efectuar. Sobre los terrenos y la casa, infórmame si hubiera alguien de Split que pudiera estar interesado en adquirirlos en un precio justo, ya que estoy seguro que nuestros coterráneos isleños carecen de efectivo necesario para comprar. Si te va mal con lo anterior, los campitos; Lucica, Dolas y Ragnac déjalos en manos de nuestros primos Marinovic, para que los trabajen en su propio beneficio, salvo que Katija y su esposo no decidieran viajar y se mudaran a la isla para quedarse con nuestra casa y trabajarlos. Los otros, más retirados, como Milkotovo y Saldugne puedes dejarlos encargados con mis hermanas Mandina o María.

Comienza de inmediato con todos estos preparativos, ya que no puedo adquirir los pasajes con más anticipación que seis meses y no se cuánto te tardará poder vender y dejar todo en orden.

Paulina, mi amor, no tardes tu regreso a mí y a tus hijos”.

Tan pronto ella recibió la carta de su esposo, dejó su casa y cosas encargadas a parientes para viajar a Zadar, y desde ahí a Preko, con el fin de visitar a su hija Katija y contarle que había llegado el momento.

Katija la recibió llena de felicidad, junto a sus dos pequeños hijitos y esperando al tercero.

–Mamita, creo que será difícil acompañarte. A Mateo le está yendo muy bien con su barco y piensa que pronto podrá comprar otro. Por otro lado, mira cómo ha ido creciendo la familia Loncar –sonrió señalando sus retoños que jugaban alrededor de su abuela–. En relación a mudarnos a Supetar, creo que para Mateo sería posible y, para mí, sería precioso volver a disfrutar la tierra que me vio nacer.

–Pero ¿cómo voy a hacer el viaje sola? Nunca he viajado tan lejos, y eso ya me tiene nerviosa.

–No se preocupe mamá. Yo la acompañaré en todo y la dejaré a bordo del mismísimo barco, que la llevará a juntarse con mi papá y mis hermanos.

Paulina regresó triste con la respuesta de su hija. Sin embargo, entendía que, mientras transcurrieron los años, la vida de su Katija comenzó a echar raíces propias y firmes en un nuevo hogar, el cual ya no podía competir con su amor filial, por muy grande que este fuera. Era la ley de la vida.

Pero, aún así las cosas, la madre se puso, diligentemente, a cumplir con los preparativos necesarios para el ansiado reencuentro.

Durante los primeros meses del año siguiente, tuvo todo solucionado y se apresuró en dárselo a conocer a su esposo en una detallada carta.

Gregorio, también triste por la decisión de su hija, no le quedó otra cosa que entenderla y procedió al envío del pasaje y el dinero para todos los menesteres necesarios.

Se organizaron decenas de despedidas para la querida Paulina, por parte de todos sus parientes y numerosos amigos. Todos sentían que la larga espera, al fin había tenido su recompensa. Lágrimas de pena y de alegría se mezclaban, toda vez que sus familiares disfrutaban con que la Paulina hubiera alcanzado esa anhelada meta, pero sabían que tal vez no la volverían a ver. La situación de esa época era muy diferente a nuestro mundo de hoy. Un viaje intercontinental, como ese, salvo que se fuera rico, era muy improbable repetirlo en un breve período de años. Quizás nunca.

Katija finalmente se mudó, junto a sus niños y esposo, a Supetar para hacerse cargo de lo que le solicitaban sus padres. De ese modo, podía ayudar a su mamá en los preparativos del viaje hacia Italia, donde debía abordar en los primeros días de septiembre el vapor “Cesare Augusto” de esa misma bandera.

 

 

Puerto de Génova, Italia, septiembre de 1939

Para la madre y su hija, quienes no habían abandonado jamás el territorio de su patria, ese viaje a Italia no era un asunto menor. ¡Qué decir del viaje que Paulina debía emprender a continuación!

Por lo anterior, tomaron toda suerte de resguardos y precauciones con el fin de disponer de tiempo suficiente para estar en el puerto de embarque, al menos con algunos días de antelación.

La agencia de la compañía naviera había fijado como fecha de zarpe del “Cesare Augusto” el día 3 de septiembre. Las dos mujeres aparecieron por Génova en la noche del día 29 de agosto. Temprano, al día siguiente, se dirigieron a las oficinas de la empresa, donde les fue confirmada la fecha de salida, visaron el pasaje de Paulina y recibieron las instrucciones respecto del equipaje y el sitio adonde debían concurrir el día del embarque.

Por su parte, Katija, confirmó su regreso a casa y las dos aprovecharon el tiempo que les restaba en regalonearse mutuamente y visitar esa importante ciudad italiana.

El día 1 de septiembre, cuando acudieron al comedor del pequeño hotel para almorzar, notaron una gran confusión de los pasajeros y del personal de servicio. Estaban todos pegados a un gran receptor de radio en el que, a gran volumen, se trasmitía un manifiesto del mismísimo Duce, Benito Mussolini.

“Al Popolo d’Italia –comenzaba diciendo, con un trasfondo musical de marchas militares–: Esta mañana, 1° de Septiembre, el valeroso ejército alemán ha invadido Polonia. Los aviones de la Luftwaffe han bombardeado cientos de kilómetros de línea férrea, bloqueando cualquier intento de movilización polaco, y fuerzas de tierra se dirigen con rapidez hacia Varsovia y Brest.

He dado especiales instrucciones a los jefes de nuestras fuerzas armadas de tierra, de mar y de aire para que se mantengan acuarteladas en precaución de cualquier efecto, directo o indirecto, que dichas acciones pudieran tener en nuestra patria.

Asimismo, hoy ordené a los ministros de mi gobierno, diversas medidas precautorias en sus distintas carteras, las que serán puestas de inmediato en marcha y dadas a conocer en bandos separados, por ministerios, a toda la ciudadanía –cerraba el mensaje la misma cortina musical, con marchas, y un vehemente ¡Viva Italia!, ¡Viva il Duce! por parte del locutor del gobierno fascista, cuya radio oficial transmitía el mensaje una y otra vez.

Entre los anunciados bandos de los distintos ministerios, el correspondiente al Ministerio del Transporte señaló que todos los medios de transporte italianos, fueran estos públicos o privados, quedaban bajo intervención y requisición militar temporal, no pudiendo hacer abandono del territorio nacional. Asimismo, daba instrucciones a naves y aeronaves de regresar de inmediato a sus bases militares o bien a sus puertos de matrícula.

Así se originó una nueva estación, en el calvario de Paulina, para reencontrarse con su esposo e hijos.

–Mamá, no llore. Si tal vez sean medidas apresuradas, las que volverán atrás dentro de un par de días. Mañana iremos a informarnos mejor, a las mismas oficinas.

Cuando llegaron al edificio de la compañía naviera, gran cantidad de militares y marinos se encontraban junto al personal administrativo. Todos en febril actividad. Paulina relató su triste drama a un oficial que la escuchó pacientemente, pero igual se excusó de no tener absolutamente ninguna alternativa que ofrecerle. Solo dio instrucciones de devolverle el importe del pasaje, en Liras italianas, y la consoló diciéndole:

Signora mía, recemos para que esto dure poco y usted pueda reunirse con los suyos.

Lamentablemente, las cosas tomaron rápido muy mal rumbo, y la situación bélica se expandió, como un relámpago, cuyo funesto resplandor alcanzó pronto a varios países y mató a más de cuarenta millones de seres humanos, dejando otros tantos heridos, inválidos y huérfanos, en los casi seis años de duración del conflicto.

Madre e hija regresaron amargadas y temerosas a su país, donde, en pocos días, ya nadie las consolaba por lo ocurrido con el viaje a Chile. Todo el mundo sólo tenía sus sentidos puestos en los acontecimientos bélicos. Dentro de muy poco, se encontraron con el fantasma de la guerra campeando en su propio territorio.

“Mi amado Gregorio –confirmaba las infaustas noticias a su esposo en una extensa carta, a pesar que él estaba, como la mayoría del mundo, al tanto de lo acontecido–: Parece que Dios nos pone a prueba otra vez. He tenido que regresar desde Génova a nuestra isla al declararse esta nueva guerra. Sin embargo, te prometo que resistiré para reunirme contigo, en cuanto cesen las hostilidades, y este mundo loco retome la cordura. ¡Cuánta razón tenías al llevarte a tiempo a nuestros hijos, liberándolos del sufrimiento que tú mismo experimentaste en el frente de guerra!

Le he ofrecido a Dios este sacrificio de soledad y de angustia que me produce esta nueva guerra, en agradecimiento de que todos ustedes se encuentran a salvo en Chile.”

 

Antofagasta, Chile, años de 1939 al 1945

–“Paulinita querida,

Como tú lo dices en tu carta, Dios nos ha puesto nuevamente a prueba. Como sus buenos hijos debemos confiar que su manto protector no permitirá que nadie de nuestra familia sufra algún percance y pronto retorne la paz.

Creo que el mundo ya tuvo la lección de la gran guerra. Confío que eso servirá para que los líderes de los países en disputa alcancen pronto un acuerdo de paz duradero. Mi Paulina ¡estoy seguro que así será!

 Junto a nuestros hijos rezamos todos los días para que así sea y podamos, muy pronto, disfrutar la dicha de tenerte con nosotros para siempre”.

Sin embargo, el optimismo inicial de Gregorio se vio ensombrecido paulatinamente. Cada vez, más países se sumaban al conflicto. Cada vez, más destrucción y muerte. Cada vez, la anhelada paz se veía más distante.

Con religiosa regularidad, todos los hijos y, por supuesto, su padre, enviaban toda la ayuda posible permitida, a través de la Cruz Roja internacional, único organismo de fiar para que la ayuda llegara a sus destinatarios.

Afortunadamente para Chile, nación que optó por el bando de los aliados, no vio perjudicada su actividad. Aunque a un precio reducido, pudo colocar todas sus exportaciones de cobre en el mercado de Estados Unidos y, por tanto, la actividad en Chuquicamata se mantuvo firme y sostenida.

Esta bonanza permitió que el hijo mayor de la familia, quisiera independizarse de la firma comercial de su padre y sus tíos. Lo hizo formando su propia firma, adquiriendo muy pronto el Hotel Nuevo en Chuquicamata y, posteriormente, otro en la ciudad de Vicuña, el Hotel Plaza.

Pero Lorenzo no quiso desarrollarse solo, como perfectamente lo pudo haber hecho. Quiso compartir su innata capacidad empresarial, pidiéndole a su padre que lo acompañara, no con su dinero, sino con su compañía, su consejo y su experiencia. Del mismo modo, invitó a sus dos hermanos a que le colaboraran en la administración de sus hoteles. Nunca se supo de una pelea, ya que el joven empresario de esos años predicaba con el ejemplo de su propia dedicación al trabajo y con un sentido de responsabilidad y de justicia con todos los que lo rodeaban. Sus hermanos y su padre lo querían y admiraban.

Sin embargo, para Gregorio, esta nueva vida, mucho más relajada, no fue lo buena que pudo haberse esperado. Pareciera que su relativa inactividad, sumada a una constante angustia motivada por la situación que se vivía en Europa, en plena guerra, con todas sus miserias, no le sentó nada bien en su salud.

–Hijo, no me he sentido muy bien últimamente –se confesó con su primogénito –siento un gran dolor al tragar los alimentos. No sé que podrá ser.

–No se preocupe papá, esta misma tarde iremos al médico. Por el momento, trate de no fumar tanto. Yo creo que eso le puede estar causando daño.

Difícil petición para quien había estado fumando por tantos años, desde la primera guerra, para matar el hambre. Después, para hacer más llevadera su incompleta vida, sin su Paulina. Ahora, atormentado por la situación que vivían los suyos en la vieja patria, la que parecía no terminar nunca. En fin, lo que le pedía su hijo era casi imposible. Por lo demás, como él lo manifestaba, era su único vicio, adquirido involuntariamente por las necesidades de una vida dura y llena de vicisitudes.

El galeno miró al paciente con cierta conmiseración, advirtiéndole:

–Parece, don Gregorio, que las cosas no están muy bien que digamos. En todo caso, le voy a dejar algunos remedios que le disminuirán las molestias y habrá que hacer algunos exámenes.

El médico lo acompañó hasta el hall de su consulta, donde lo esperaba inquieto su hijo.

–Oye, Lorenzo, va a ser necesario efectuarle algunos exámenes a don Gregorio. Buscaré la dirección de un colega en Santiago que tiene los equipos adecuados. Llámame esta tarde por teléfono –le dijo, apretándole disimuladamente su brazo al despedirse, señal que el otro interpretó como algo delicado.

–Bien, te llamaré en la tarde. Adiós, y muchas gracias.

Padre e hijo volvieron preocupados a su casa. Sin embargo, como si se hubieran puesto de acuerdo, trataron de restarle importancia.

Esa misma tarde, Lorenzo llamó al médico y confirmó sus aprensiones.

–No te lo puedo confirmar con certeza –le dijo su amigo–, pero creo que tu papá tiene comprometido su esófago con un gran tumor el que ha ido restando su capacidad de deglutir y que, posteriormente, puede traerle mayores consecuencias.

–Pero ¿qué tratamiento se puede intentar? ¿Es posible de operar?

–No lo sé, Lorenzo. Lo que yo me temo es que se trate de un cáncer pero, en todo caso, debe ser confirmado con exámenes especializados –le entregó la dirección de su colega en Santiago y se despidió, deseándole buena suerte.

Lorenzo le confidenció a su esposa la situación. Inmediatamente, ella se ofreció para convencerlo a viajar, cosa que no era fácil de lograr.

–Don Gregorio, Lorenzo me contó que el médico le recomendó efectuarse unos exámenes en Santiago y creo que debería preparar viaje lo más pronto posible. Con la salud no se juega, y todos lo queremos tener muy sanito para cuando llegue doña Paulina.

A pesar de los ruegos de su nuera, Gregorio no se dejó convencer tan fácilmente. Insistía en que con tomarse los remedios bastaría. Ambrosía tuvo que apelar, finalmente, a otra táctica que pensó era la única que podría resultar positiva. Lo convenció que sería una excelente oportunidad para toda la familia tener un cambio de aire por unos días, después de tantos años en el norte, sobre todo para la pequeña Lucita, quien era la adoración de su abuelo.

–Bueno, si vamos todos, acompañados de la Lucita, podría ser… –dijo medio en serio, medio en broma.

Ese “podría ser” fue interpretado por Lorenzo y su esposa como luz verde y, enseguida, procedieron con los preparativos del viaje recomendado por el médico.

Al mes siguiente, pudieron dejar todo listo para embarcarse rumbo a Valparaíso y desde ahí a Santiago. Tan pronto llegaron, Lorenzo acompañó a su padre a los exámenes recomendados por el médico de Antofagasta.

Lorenzo decidió ir solo a recoger los exámenes cuando estos estuvieron listos, y pidió hablar con el médico.

–Señor, su papá está con un cáncer muy avanzado. Tiene una metástasis generalizada en todo su organismo. Creo que le queda muy poco tiempo –sentenció el médico, con la delicadeza que pudo.

Cuando el hijo retornó a su casa, su padre ni siquiera le preguntó por el resultado. Parecía que imaginaba el diagnóstico.

La versión que Lorenzo dio en familia, fue que su padre tenía que seguir en forma estricta las indicaciones del médico y ojalá dejar el cigarrillo. Sin embargo, a su perspicaz mujer, no tuvo otra alternativa que confiarle la realidad.

Así las cosas, después de casi un mes fuera de casa, la familia decidió retornar a Antofagasta. A Gregorio, cada día se le hacía más difícil comer alimentos sólidos, e incluso comenzaron algunos problemas respiratorios.

Lo que más disfrutaba, era el tener a su nietecita en brazos, hablándole cosas que la pequeña aún no podía entenderle.

–Tú, Lucita. Tú, mi nietecita, eres la prolongación de nuestra familia en esta nueva patria –le decía tiernamente–. Ya conocerás a tu abuela Paulina, que te contará lindos cuentos y te arrullará con sus canciones.

 

En la mar, desde Valparaíso a Antofagasta, julio de 1945

Las luces de las calles de Valparaíso estaban encendidas. Era pleno invierno y el sol se ponía más temprano. La familia se acomodó en dos camarotes contiguos en la M/N “Teno”, de los registros de la compañía Sud Americana de Vapores. En uno alojaba Gregorio y, en el de al lado, su hijo con su nuera y su nieta.

Tan pronto estuvieron instalados, Gregorio manifestó sus deseos de salir a cubierta. Obviamente quiso hacerlo acompañado de su pequeña regalona, a la que su madre le puso un ponchito que el abuelo le había regalado, protegiéndola del frío de esa tarde.

El hombre se sentó en uno de los escaños dispuestos en cubierta para los pasajeros, con su nieta en brazos. Se comunicaba con ella en continuos arrumacos. Los padres de la niña, no queriendo interrumpir tan linda comunicación sin palabras, optaron por quedarse en otro escaño, disfrutando la escena del abuelo al que le quedaba poco tiempo y de su nietecita que lo trascendería en este mundo, lo que parecía llenarlo de paz y esperanza.

La nave comenzó pronto las faenas de desatraque de su sitio y, poco a poco, se fue retirando de tierra.

Gregorio, al ver las luces que se iban empequeñeciendo por la distancia, recordó su despedida desde Supetar cuando Paulina, junto a todos sus hijos, los despedía llorosa en el puerto. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas, las que apresuradamente se secó. Él era el pater familis, el viejo soldado de la Gran Guerra, el valiente aventurero en este nuevo edén. No quería mostrarse débil ahora. Menos aún ante su nieta.

–Me entró una mugre en el ojo –le mencionó a la pequeña, como para excusarse–. Claro que también me estaba acordando de mi Paulina ¿Entiendes? –continuó, como si la pequeña lo comprendiera–. Ella ya llegará, y formaremos en esta tierra de paz, una familia feliz, lejos de la guerra. Por eso yo no vine a buscar en Chile sólo una fortuna para luego regresar, como una vez lo intentó tu bisabuelo materno, sino que vine a quedarme, para siempre –terminó, junto a otro par de lágrimas que se le cayeron.

Ya anochecía y las luces del puerto se perdieron. Lorenzo y su mujer persuadieron a Gregorio que abandonaran la cubierta hacia un sitio más abrigado.

–¡Qué lástima, Lucita querida! Ya no podemos seguir contándonos más secretos –y, dándole un beso, se la entregó a su madre.

Durante el día siguiente, Gregorio tuvo más dificultades que de costumbre para alimentarse y, a duras penas, pudo tragar algo de una papilla que su nuera le preparaba y le servía en el camarote.

 

 

Eran las cuatro y media de la madrugada, y la M/N “Teno” se encontraba en alta mar, aproximadamente en la mitad de su viaje.

Varios golpes resonaron secos sobre el revestimiento de fina madera de los mamparos del camarote. Era la empuñadura del bastón de Gregorio, que llamaba angustiado desde el camarote contiguo.

Lorenzo saltó de su litera y, a medio vestir, entró al camarote de su padre. Este, con la voz apenas audible, respiraba con gran dificultad por la falta de oxígeno.

–¡Papá, papá! ¿Qué le sucede?

–Me estoy ahogando, hijo mío.

–¡Papá! ¡Espéreme un segundo que voy corriendo a ubicar el médico del barco!

–No hijo, no hay tiempo. Por favor, no te vayas y escúchame –hizo un ademán para que Lorenzo acercara su oído a sus labios, ya casi morados–. Tú eres mi hijo mayor y el que siempre estuvo por más tiempo a mi lado. Debes ser la cabeza de la familia desde el momento que yo falte. Afianza, con tu ejemplo y rectitud, a toda mi descendencia en esta patria que nos acogió con respeto y nos brindó trabajo y paz. Dile a Paulina, que mi gran desencanto en la vida y en este trance de muerte, es haberle fallado, porque creo que ya no tenemos tiempo de reunirnos en este mundo…

–¡No diga eso, papá! –le replicó Lorenzo entre sollozos–. ¡Usted no se puede morir!

Gregorio le sonrío con sus ojos a modo de toda respuesta y le extendió sus brazos, en un postrer esfuerzo.

Padre e hijo sollozaron abrazados durante breves segundos, cuando un sacudón estremeció el cuerpo de Gregorio. Había exhalado su último suspiro en alta mar.

Su hijo, aún con la esperanza de reanimarlo, salió corriendo del camarote en demanda de ayuda, pero la llegada del médico sólo sirvió para constatar el fallecimiento.

–Lo siento señor, su padre ha muerto –le dijo, condolido ante la amargura de su hijo y, solícito, le ofreció su colaboración–. Enseguida le pediré al practicante de a bordo que venga a colaborarle con la triste tarea de vestirlo.

Tan pronto vistieron el cadáver y ordenaron sus cosas, el capitán ordenó sellar el camarote y le pidió a Lorenzo entrevistarse con él en el puente.

–Señor, por favor acepte mis condolencias en nombre propio y de la compañía.

–Gracias, capitán –le contestó muy emocionado.

–Sin embargo –prosiguió el capitán–, debo hacerle ver que tenemos un problema bastante complicado. Faltan casi dos días para llegar a Antofagasta y, siendo así, las disposiciones legales dicen que el funeral debe realizarse en el mar, por encontrarnos a más de doscientas millas del puerto de recalada.

Lorenzo, quien ya no podía con el dolor causado por la desgracia de la reciente pérdida, debía asumir ahora el tener que arrojar al mar el cuerpo de su padre.

–Pero, capitán, ¿no podría hacer una excepción? Por favor, póngase en mi lugar –dijo relatándole brevemente la situación de su familia.

El capitán lo miró indeciso. En ese momento, ingresó al puente la esposa de Lorenzo con su pequeña en brazos. Al verlas, el capitán no fue capaz de mantener su primera determinación. Se dio cuenta de que el caso ameritaba tomar la responsabilidad de hacer una excepción al reglamento.

–Está bien, señor Caglevic, no se preocupe. Yo me haré responsable y avisaré por radio a mi agencia en Antofagasta del fallecimiento del pasajero. A usted le ofrezco la radio del barco, para que pueda mandar todos los mensajes que precise, a sus hermanos, familiares o amigos.

–Muchas gracias, capitán, es un gesto que no olvidaré.

–Está bien, señor. Por favor, traten de descansar y avísenme de cualquier ayuda que precisen.

La joven familia abandonó abrazados el puente de mando y se dirigió al camarote, a llorar su pena.

–¡Oficial de guardia! –llamó el capitán.

–Ordene mi capitán.

–Haga izar la señal que navegamos con un fallecido a bordo y anótelo en la bitácora, solo cuando falten doscientas millas para llegar a Antofagasta, el fallecimiento de don Gregorio Caglevic Simunic –le silabeó–. En todo caso, aquí le dejo su carnet para que escriba sus apellidos, sin errores.

Cuando la M/N “Teno”, con su fúnebre señal enarbolada, se acercó al puerto, la autoridad sanitaria, a especial solicitud del capitán, subió a bordo antes del atraque, para la inspección de rigor y subir a bordo la urna mortuoria. El bondadoso oficial no quiso hacer esperar a la gran cantidad de amigos y parientes que esperaban al difunto Gregorio en el muelle, para acompañarlo a la cercana catedral y, desde ahí, a su última morada.

Ya todos los pasajeros a bordo estaban enterados de lo sucedido y, esperando el atraque de la nave sobre la cubierta, guardaban respetuoso silencio. Del mismo modo, lo hacían los que esperaban en tierra. Solamente el sonido estrepitoso del ancla, al penetrar el agua, anunció el arribo de Gregorio.

Él había llegado para anclar, por siempre, en esa tierra de esperanza.

 

Lorenzo Calgevič Bakovič