En el destino de los emigrantes de nuestras islas, siempre existe ese hilo inevitable de anhelo por regresar, aunque sea en una historia, un recuerdo o en el simple polvo de la tierra. La historia de Iván Bonačić Sargo, un hombre que unió su destino a la lejana Chile, hoy ha llegado a su epílogo: él ha vuelto a casa.
La familia Bonačić, antes conocida como Dobranić, llevaba con orgullo su linaje noble, aunque nunca fue admitida en el consejo nobiliario de Brač. A pesar de ello, en Milna gozaban de prestigio como una familia privilegiada. Uno de sus hijos más talentosos, Iván Bonačić Sargo, nacido en 1862, demostró desde pequeño un espíritu emprendedor y valiente. En su juventud, dejó su isla natal en busca de un futuro incierto en Chile.
Arbol genealogico
Juan Bonacic Sargo
En ese país lejano, donde muchos croatas, especialmente los de Brač, buscaban una vida mejor, Sargo comenzó dedicándose al comercio, pero pronto vio el potencial en la producción de salitre, el principal producto de exportación en ese entonces. Gracias a su astucia y visión empresarial, fundó la Sociedad Comercial Sargo y Cía. junto a Lujo Moro, Josip Lukinović e Iván Stjepović. Su trabajo llevó a la construcción de las salitreras Sloga y Napried, y más tarde, en sociedad con Jakov Sabioncello, estableció las salitreras Franjka y Brač. Su movimiento estratégico en la subasta de terrenos salitreros en 1912 se volvió legendario: esperó pacientemente hasta el último minuto y superó a sus competidores ingleses con una oferta inesperadamente alta, asegurando así su lugar entre los industriales más importantes de la época.
Salitrera Brac
Fichas de la Salitrera Brac
A pesar de la riqueza que acumuló, Sargo nunca perdió su conexión con su Milna natal. Consciente de que su enfermedad no le permitiría formar su propia familia, decidió alrededor del año 1900 que la mitad de su fortuna quedaría en manos de sus parientes, y la otra mitad sería destinada a su pueblo. Tras su muerte en 1920, su fortuna se estimó en 300 millones de dinares de la época. Sin embargo, la complejidad de los procedimientos legales y disputas entre herederos hicieron que solo una parte de su herencia llegara a Milna. Aun así, ese dinero fue suficiente para construir Polaca, una logia ceremonial con una pequeña plaza y escalinata, que hoy sigue en pie como testimonio de su generosidad.
Aunque su vida terminó lejos de casa, el destino quiso que, más de cien años después, regresara a su isla. El cónsul honorario de la República de Croacia en Iquique, Hrvoj Ostojić, visitó Brač recientemente con dos propósitos. El primero fue la firma del hermanamiento entre Supetar e Iquique, ceremonia a la que asistieron Rodrigo Donoso, embajador de Chile en Zagreb, y Branka Bezić Filipović, quien conectó a todos y ayudó a que la idea se concretara.
Branka Bezić Filipović, Alcaldesa Ivana Marković, Consul honorario Hrvoj Ostojic y Embajador Rodrigo Donoso
El segundo motivo del viaje de Ostojić fue cumplir el deseo del difunto y llevar la urna con sus cenizas de regreso a Milna. La urna, con todos los adornos y la placa original del ataúd, fue entregada al Centro de Interpretación de la Historia Marítima de Milna, donde fue recibida por Margarita Šimat Banov en nombre del alcalde Frane Lozić. Con este acto, el círculo se cerró: Iván Bonačić Sargo ha vuelto a estar entre los suyos, en la isla que nunca lo olvidó.
Cementerio de Uquique con la tumba de Sargo
Placa de la tumba
Hrvoj Ostojic y Branka Bezić Filipović
Andrej Ostojic, Marina Krpan Smiljanec, Branka Bezić Filipović, Hrvoj Ostojic y Margarita Šimat Banov
Milna
Milna le erigió un monumento en 2001 y ahora le devuelve lo más importante: el descanso en su tierra natal. Su historia sigue siendo un recordatorio eterno de la fuerza, la perseverancia y el lazo indestructible con la patria, sin importar cuán lejos nos lleve el destino.
Sobre las salitreras
A principios del siglo XX, en la región chilena del desierto de Atacama, comenzó la intensa explotación del salitre, un mineral valioso conocido como el «oro blanco». Esta sustancia, esencial para la fabricación de fertilizantes, pólvora, vidrio y esmaltes, se extraía tierra adentro, lejos de la costa. Luego, era transportada en tren hasta los puertos, lo que llevó al auge de ciudades como Antofagasta, Iquique y Tocopilla. Aún hoy, estas localidades están separadas por horas de viaje entre sí, con la vasta aridez del desierto extendiéndose en medio, un paisaje implacable y casi infinito.
En el corazón de esta tierra hostil, entre nubes de polvo y bajo un sol implacable, surgieron las salitreras: enormes complejos mineros donde trabajaban miles de personas. Con una inversión mínima en viviendas precarias, los dueños no solo proporcionaban alojamiento a los trabajadores, sino que también obtenían una nueva fuente de ingresos. Para crear una apariencia de comunidad, junto a los barracones de los obreros se construyeron escuelas, iglesias, tiendas e incluso teatros. Las oficinas salitreras, como se llamaban en Chile, eran como pequeñas ciudades, aunque ciudades donde todo pertenecía a un solo dueño.
Los propietarios incluso imprimían su propio dinero: fichas conocidas como tokens, con las que se pagaba a los trabajadores. Estas fichas solo tenían valor dentro de la salitrera, donde los empleados las usaban para pagar el arriendo, la comida, la ropa y otros bienes, devolviendo así sus salarios directamente a sus patrones. Era un sistema cerrado que hacía a los trabajadores completamente dependientes.
Entre 1895 y 1899, en Chile operaban 48 salitreras con 18,685 trabajadores. Para el período de 1910 a 1914, el número aumentó a 118, con una fuerza laboral de 46,470 personas. Pero detrás de estas cifras, se esconden historias no contadas de esfuerzo, sacrificio y destino de aquellos que pasaron su vida bajo la sombra del oro blanco.
Las últimas salitreras cerraron en los años 50 del siglo XX, y los pocos habitantes que quedaban se marcharon llevando consigo solo lo que cabía en sus maletas: recuerdos, esperanzas y el peso de un hogar perdido para siempre. Hoy, los restos fantasmas de las salitreras y los cementerios con cruces oxidadas son los únicos testigos de la vida que alguna vez existió en el desierto.
Branka Bezić Filipović